Hay momentos para sentir y momentos para analizar. Esta crónica empieza con el abrazo potente, breve y a la vez interminable, con mi compañero de ruta. El grito de Leo se replica en cada uno de los colegas, porque esto ya no es un palco de prensa, sino un tablón. ¿Algún reproche al respecto? A pocos metros está Oscar Ruggeri, escondido bajo una gorra azul. “¡No te la saqués más!”, le imploro. Se ríe. Lo que pasa en la cancha se está viendo en directo. Intentamos captar gestos, historias mínimas. Los jugadores parecen chicos desbocados en el último recreo del viernes. Todos buscan a Messi y Messi se encuentra con todos. Le pido un tiempo; en breve prometo ese análisis riguroso que semejante noche de fútbol merece. Este instante, estas líneas, son un desahogo. No hay nada que esconder. Todos, de punta a punta en la Argentina, también en este estadio que se volvió loco, necesitan descargar la angustia convertida en felicidad.
Era injusto que la Selección perdiera este partido porque lo dio todo. Y más. Dejó el corazón en esta cancha que ya es histórica. Durante el segundo suplementario se vio quién quería jugar, quién quería ganar. Argentina creó cinco situaciones clarísimas de gol, la último el tiro en el palo de Enzo Fernández. Los neerlandeses mandaban la pelota lejos, miraban el reloj. ¿Cómo podía quedarse afuera del Mundial el equipo que iba para adelante, el que proponía, el que había transformado el agotamiento en motivación? No señor, era una injusticia descomunal. Por eso el público aplaudió con toda la sinceridad imaginable a la Selección una vez que el español Mateu Lahoz, de aquí y para siempre integrante de nuestra galería de villanos, marcó el epílogo. Antes de los penales hubo un reconocimiento. Lo merecían.
Entonces “Dibu” hace lo suyo. ¿Se puede sufrir dos veces la misma pesadilla? Claro que sí, dos tiros al arco y dos goles. Igual que contra Arabia. Pero “Dibu” ya no quiere hablar con el psicólogo. Resuelve antes sus problemas porque tiene turno, una vez más, en la oficina de las hazañas. Ataja el primero, ataja el segundo y mira a la hinchada naranja sacando pecho. “Miren que los como… y los comí”, parece decirle a ese puñadito de hinchas ubicados a un costado del arco. “Dibu” le deja picando a la Selección el boleto a la semifinal y el equipo ya no volverá a resignar la oportunidad. El tiro del final, el decisivo, será de Lautaro Martínez, el goleador que se busca y no se encuentra. Y allá va, adentro su alma.
A todo esto, ¿dónde está Messi? Donde tiene que estar. El capitán vibra, activado desde el primer hálito del partido: pidiendo la pelota, aguantando la doble o la triple marca, filtrando pases geniales, gambeteando, rematando. Por Dios, ¿qué más va a hacer este hombre? ¿Se le seguirán pidiendo cosas? ¿Cuál es su límite? ¿Hay algún otro jugador en el mundo capaz de regalar una asistencia como la derivada en gol de Molina? Messi lo hizo todo, desde un nuevo gol mundialista para su colección hasta enojarse con el árbitro, llevado al límite de la indignación. Qué cerca está la Argentina de Messi, la Argentina con Messi, la Argentina por y para Messi, de esa cumbre tan anhelada y tan esquiva.
¿Y quiere que le cuente una cosa? Había una espina clavada en esa recta final del tiempo reglamentario, un pálpito horrendo pero tangible cuando los 10 minutos de adición se estiraban y el español cobró el tiro libre en el borde del área. Una sensación compartida, de argentinos mirándose, maldiciendo en silencio. Será que ese empate tenía que darse, será que hacía falta esta prórroga de resurrección, será que los penales estaban tallados en alguna piedra del desierto de Qatar. Como si la Selección necesitara superar toda clase de pruebas en su camino para fortalecerse, para construir su épica. Quién sabe.
La gente no quiere irse de este gigantesco Lusail. Pretende quedarse a vivir cantando. Está en su derecho, muchos vendieron el auto y se endeudaron hasta el infinito en pos de esta aventura. Que a nadie se le ocurra echarlos, cuestionarlos. La hinchada es una pieza importante en esta maquinaria de la Selección, una fuerza que empuja, que se percibe en el aire plácido de un anochecer en el golfo pérsico. Los jugadores se abrazan a la distancia con cada una de esas voluntades. Y de inmediato encuentran a los suyos -sus familias, sus afectos- y les tiran millones de besos. Hay un amor que sube y baja, del campo a la piel.
Por esas cosas del fútbol y de la vida, el martes el rival no será Brasil. Nadie en Qatar -nadie, subrayemos esto- se animaba a pronosticar un triunfo de Croacia. Ni en broma. Pero Brasil ya se despidió y el que espera es el mismo rival que profundizó el descalabro en Rusia 2018. Aquellos croatas del 0-3 asoman como el último escollo. Un adversario tremendo, durísimo, que va por su segunda final consecutiva. Así es el Mundial, a cada paso una sorpresa, una galera sin conejos, una estrella que se apaga, otra que se enciende. Y ahí estamos, cumpliendo la máxima bilardiana de “los siete partidos”. Era el objetivo. El primero. Quedan otros, todos los conocemos. Sigamos en silencio, que es salud.
Para la Argentina, Qatar es una montaña rusa. De las bravas, ¿eh? De subidones y caídas en picada. No es para cualquiera transitar en esos carritos que bordean el vacío, pero se trata del vehículo en el que va montada la Selección, así que no queda otra que treparse y compartir las emociones. Es el Mundial de los cardiólogos. Pero déjeme que lo consigne, una vez más: este partido era del equipo de Scaloni y no debía escaparse. Por momentos hizo todo muy bien, en un pasaje se descontroló, y a la hora de los buenos fue el que jugó a la pelota.
“Dibu” y Messi se ríen, juguetean, no quieren dejar de festejar. A la vuelta todos bailan. Y pensar que dentro de nada, en cuatro días, disputarán una semifinal. Qué loco es todo, qué emocionante, que difícil de describir. En cada Copa hay partidos excepcionales, de esos que no se guardan nada y justifican semejante bulla a nivel mundial. Es el Mundial. Lo protagonizó la Selección y lo ganó. Por eso, en este carnaval fascinante desatado en torno a la pelota, queda un margencito para recordar, con toda la humildad y la fe imaginables: es ahora, Argentina.